Me había hecho un enredo con las palabras mientras me esforzaba
desesperadamente por concentrarme en las extensas hojas de la novela
caballeresca “Don Quijote de la Mancha” de Miguel de Cervantes. Al día
siguiente presentaría un examen breve sobre los tres primeros capítulos de Don
Quijote, que todavía no había leído; y además, debía de preparar un resumen
para la clase de historia. Como ya era costumbre me tengo que levantar a las
cinco de la mañana para poder llegar a tiempo al colegio. Tenía que acostarme
temprano, de modo que proseguí con la lectura:
"¡Dichosa edad, y siglo dichoso aquel donde saldrán a luz las
famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y
pintarse en tablas, para memoria en lo futuro!" 1
Finalmente, la concentración estaba llegando y podría afrontar aquella fatídica noche.
"¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de
tocar…"
—Hola Fran—, dijo Jorge, mi hermanito de siete años. Respondí con un pequeño gruñido, con la esperanza de que se marchara. ¿Por dónde iba? Mmmm… Princesa dulcinea... ¡Eso es!
"-¡Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo
corazón!..."
No lograba concentrarme. Sentía cómo la carita de Jorge examinaba cada uno de mis movimientos. Me sentía como un prisionero bajo la atenta mirada de mi fastidioso hermanito. Sus ojos brillantes se encendieron de emoción al ver que le preste atención.
—Hoy en la escuela la maestra nos dijo que todos los niños de segundo grado vamos a tener un día para jugar a los héroes; nos disfrazaremos de nuestro héroe y haremos una exposición; será súper divertido, y podemos dejarnos puesto el traje de héroe todo el día, durante el recreo y la merienda, y también…
Sabía que si mi hermanito no dejaba de hablar, nunca terminaría los capítulos de me faltaban, ni aquel crucial resumen, ni tendría la satisfacción de sacar un veinte.
Tenía que hacer algo; era indispensable que se marchara. Si no le hacía caso, probablemente se aburriera y se fuera a contarle su historia de héroes a otro miembro de la familia.
"Mi dedo índice me condujo de nuevo al lugar donde me había quedado en Don Quijote: …
mucho agravio me habedes fecho en despedirme y…"
—Y además vamos a hacer dibujos de nuestro héroe y…
¿Cómo es que el no comprendía que me iba a quedar la noche en vela haciendo la tarea? Estaba comenzando a enojarme y sentía que iba a estallar, cuando de repente mi hermanito dejó de hablar. Me quede asombrado. Mantuve la mirada en el libro, con la esperanza de que se diera cuenta de que no me interesaba su historia.
—Fran—, me susurro con su dulce e inocente voz.
Seguí con la mirada clavada en las palabras de Miguel de Cervantes. El se detuvo un momento; yo eche un vistazo y vi que agachaba la cabeza en desesperación por mi falta de atención. Cada vez me sentía más culpable, pero fije los ojos más intensamente en lo que estaba impreso en las descoloridas páginas.
—Fran, quiero que seas mi héroe. ¿Podría usar tu uniforme de salvavidas en el día de los héroes?—
Mis ojos hicieron un rápido movimiento del libro a la triste carita de mi hermanito. Nunca imaginé que yo fuera el héroe de Jorge, un héroe que ni siquiera se deba el tiempo para atender a un adorable niño de siete años. El corazón se me despedazó de vergüenza al darme cuenta de mi egoísmo.
Deje de lado mi bolígrafo y el libro y tomé de la mano a mi gran y
pequeño admirador y lo conduje a mi habitación. Le puse mi camisa desteñida por
el sol, mi visera de espuma y le coloqué en el cuello el desgastado silbato, en
el que apenas se distinguía el nombre de “Fran”. El miró y desplegó la sonrisa
más hermosa y tierna que jamás haya visto en su cara. Su amor me convenció de
que mi Jorge era mucho más importante que cualquier calificación que sacara en
mi vida.
1. Véase Miguel de Cervante. Don Quijode de la Mancha.
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